Pequeña
estatura, complexión delgada, cabellos claros y ojos azules. Podría decirse
casi que nació con el nuevo siglo, el 20 de diciembre de 1899, En Alquízar, hoy
provincia de Artemisa, y de veras fue un hombre de su tiempo, que marcó
momentos e hizo historia, aun cuando su salud no le acompañaba. Decir
entrañable amigo, poeta del amor y de la Patria, intelectual cubano y joven
revolucionario y antiimperialista, es evocar inevitablemente su nombre, porque
Rubén Martínez Villena, en poco más de treinta años de vida, dejó huellas
imborrables y un ejemplo imperecedero.
Al niño
que nació poeta cuentan que Gómez le presagió una vida con luz plena de
mediodía. No se equivocaba El Generalísimo de las luchas por la independencia,
pues la existencia de Villena siempre estuvo llena de luz: una llama aún más
poderosa que la fuerte sombra de una enfermedad mortal.
Hacía
versos de amor con un encanto inexplicable, y prosa para importantes
publicaciones de la época. Su pluma encendida enamoraba, convencía, hablaba de
la Patria, de la vida, de la amistad y las relaciones humanas, y criticaba la
realidad de entonces, incluso desde la sátira.
Palabra
y acción en él siempre fueron de la mano. Le tocó pertenecer a una generación
de jóvenes de vanguardia, que no estaban dispuestos a tolerar la oleada de gobernantes
títeres y corruptos. Supo imponer su voz y denunciar públicamente el negocio
sucio de la compraventa del Convento de Santa Clara, suceso que recoge la
historia como Protesta de los Trece, del que fue protagonista. Y en defensa de
su amigo Julio Antonio Mella llamó a Gerardo Machado «asno con garras».
Aunque
realizó estudios universitarios de Derecho y Ciencias y Letras prefirió
consagrar su vida a la lucha, del lado de los obreros, de las clases más
humildes y explotadas. Fundó con Carlos Baliño el Partido Revolucionario
Cubano, y participó en organizaciones patrióticas y antiimperialistas, así como
en eventos y manifestaciones contra los gobernantes corruptos y entreguistas.
La
salud nunca le acompañó, y quizás en versos hasta presagió su muerte, cuando
anunció morir prosaicamente, de cualquier cosa, « (…) ¿el estómago, el hígado,
la garganta, ¡el pulmón!? (…)». Y fue precisamente la tuberculosis pulmonar la
afección que le acompañó durante los últimos días de su vida y que finalmente
acabó con esta. Pero nunca fue un impedimento para bajar los brazos y no
luchar. Rubén se sabía enfermo, y fue a la Unión Soviética para intentar
curarse, pero la preocupación por Cuba y el saber irreversible su enfermedad le
hicieron regresar.
En
carta a su esposa Asela Jiménez escribió: «Mi último dolor no es el de dejar la
vida, sino dejarla de modo tan inútil para la Revolución y el Partido (…) ¡Hay
que estudiar, hay que combatir alegremente por la Revolución, pase lo que pase,
caiga quien caiga! ¡No lágrimas! ¡A la lucha!»
Sus
últimos días fueron por Cuba: se había propuesto hacer todo lo posible por
derrocar al tirano y con tal propósito organizó y dirigió la huelga de agosto
de 1933 que puso fin a Machado. Violando consejos médicos estuvo cuando
llegaron las cenizas de su entrañable amigo Mella, y participó en los proyectos
para el IV Congreso Nacional Obrero de Unidad Sindical, hasta que en diciembre
de ese año, fue recluido en el Sanatorio La Esperanza.
El 16
de enero de 1934 sus ojos se cerraron, pero la luz de mediodía que le acompañó
en su vida siguió irradiando, alumbrando el camino de Cuba, inspirando a las
nuevas generaciones.
De su
pensamiento y acción se nutrieron muchos de los revolucionarios que después, en
la Sierra Maestra, limpiaron la costra tenaz del coloniaje, extirparon el
Apéndice de la Constitución, cumplieron el sueño de mármol de Martí, y
finalmente lograron que los hijos de Cuba no mendigaran de hinojos la Patria que
los grandes como él, nos ganaron de pie.
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