miércoles, 7 de junio de 2017

La dimensión de ser como el Che



Lo repetíamos cada mañana sin falta. La maestra lo había enseñado un día y desde entonces no faltó la frase ¡Seremos como el Che! al cierre de cada matutino. Era entonces una consigna más y yo tardaría mucho en descubrir cuánto significaba, y más aún en comprender cuán difícil sería llegar a la estatura ética y moral de un hombre que nació en Argentina para inmortalizarse en el mundo entero.
No fue la valía en la Sierra Maestra ni las peripecias en el Congo lo que le hicieron grande. Ya lo era desde pequeño, cuando se sobrepuso al asma y aún en casa aprendió con su madre las primeras letras hasta que la enfermedad lo dejó incorporarse a la escuela con 9 años.

Con el estudio comenzó a forjarse la conciencia de un Ernesto que se interesaba por los problemas de su tierra natal de la misma manera que le apasionaba saber de cuanto acontecía en el mundo. Clásicos de la literatura Universal y textos de Marx, Engels y Lenin enriquecían su biblioteca personal y le dotaron de una vasta cultura, al punto que a los 17 años comenzó a escribir un diccionario filosófico.
A medida que pasaban los años el joven Guevara seguía creciendo como ser humano. Y fueron mayores sus proezas: después de recorrer parte de su país, se unió a un amigo y en moto transitó por Chile, Perú, Colombia y Venezuela, donde conoció detalles de la vida en las zonas más pobres y palpó de cerca la explotación y discriminación de los nativos.
De regreso a Buenos Aires se graduó de Médico y esta vez fue más lejos, hasta Bolivia, Perú, Ecuador, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y finalmente, Guatemala. En cada lugar se mantuvo junto a los enfermos, los oprimidos, y fue más grande cada día, más Che, que es igual que decir más amigo.
Fue tanto su comprometimiento con las causas justas que apenas conoció de las ideas de Fidel se enroló en una expedición incierta y arriesgada hasta esta pequeña Isla, y venció las empinadas lomas de la Sierra Maestra, alcanzó el grado de Comandante y lideró una de las columnas invasoras.
Ya en la Cuba revolucionaria, promovió como ningún otro el trabajo voluntario y la entrega desinteresada a la construcción de una sociedad Socialista, donde la explotación fuera solo una triste página del pasado y el hombre nuevo edificara un futuro de justicia social.
Pero nada material le ataba a Cuba, solo esos lazos de afecto invisibles e indestructibles le unían para siempre a esta Isla. Otras tierras le reclamaban y hasta allá fue, a dar la vida, y mucho más. Che murió lejos, y ciertamente fue así, pero la suya no fue como otras muertes, que pasan, dejan una estela de dolor, y con el tiempo se olvidan. Che adquirió mayores dimensiones y se convirtió en el símbolo de las causas justas de todos los continentes.
Ser como el Che implica voluntad, altruismo, entrega a una causa, humanismo, solidaridad, amor al prójimo, a la pareja, significa poner por encima de todo el bien colectivo, sacrificar el bienestar propio y ofrecer incluso lo más preciado: la vida.
Che es hoy el ícono de las izquierdas mundiales. Y más que en pulóveres, carteles o grafitis, está tatuado en el alma de los pueblos, invisible en la piel de esos niños que juran ser como el Che, y que dentro de poco, cuando lo conozcan mejor, más allá de proclamarlo a viva voz, intentarán serlo, por más difícil que parezca.

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