Manos grandes, estatura inmensa, andar erguido, la frente alta y una forma de hablar que invita a escuchar, a reflexionar. Así es Fidel, ese al que la gran barba no le puede opacar la sonrisa, y que anda por ahí, en todos lados, reparando sueños y corazones rotos, arreglando el mundo.
Nació soñador. En un mundo acomodado prefirió la vida al
lado del pobre. Quizás de tanto leer a Martí su ideario se le inyectó en las
venas y le impulsó el corazón, o quizás simplemente llegó para ser el otro
Apóstol de Cuba, nuestro otro Martí.
Nadie se equivocó con el joven abogado. Quienes le
conocieron en la década del 50, lleno de ímpetu y de ideas renovadoras
descubrieron al líder, al hombre, al amigo, y le siguieron en cada aventura. El
Moncada, el Granma y la Sierra le forjaron como héroe; pero los años
posteriores al triunfo revolucionario confirmaron el acero del que está hecho.
Y entonces descubrimos a Fidel en cada tribuna, enfrentando
cara a cara a los enemigos de la Revolución; con el pecho ante las balas en
Girón; con la palabra audaz en escenarios nacionales e internacionales; en el
corte de caña; en cada congreso; en medio de cada huracán, como intentando
alejarlo para que no dañara a su pueblo; llevando de la mano a niños y
ancianos; repartiendo esperanzas y cumpliendo los sueños de los más
desfavorecidos.
Difícil escribir de quien no precisa alabanzas para ser
grande, porque solamente el mencionar su nombre desata pasiones y ansias
revolucionarias. Pero se imponen estas letras, porque sería como pasar por alto
el cumpleaños del abuelo, o del amigo, del padre o la madre: algo imperdonable.
Por eso estas palabras, el beso y un compromiso: seguir
luchando a tu lado para construir un mundo cada día un poquito mejor. Por
suerte, todavía quedamos soñadores.
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